Momento

sábado, 21 de noviembre de 2009

El tiempo consigue alzarse en la lista de las grandes contradicciones, en la medida en que deja un rastro de evidencia tras su paso a la vez que es tan relativo para quien lo observa. Tememos al paso del tiempo, e incluso llegamos a odiarlo porque siempre actúa de forma contraria a nuestras espectativas: se extiende enormemente ante nuestra desesperación y se extingue en un suspiro ante nuestro deleite. Quizá esa sea su misión, la de recordarnos que está ahí y que no le olvidemos, que no despeguemos demasiado los pies del barro.

Debido a este temor, a menudo tendemos a posicionarnos en un punto del tiempo, en un instante, en un recuerdo, en una creencia, en una ideología, en una identidad, en algo que nos de seguridad ante la vorágine exterior, que parece no tener orden ni forma, que parece sentenciada al desastre. Situándonos, nos reconocemos, nos sentimos protegidos, y si vemos que otros tropiezan en sus caminos, nos reconfortamos y nos aferramos aún más fuerte a nuestro asidero. ¿Pero qué es sino la muerte el estancarse en un momento, sin avanzar ni retroceder, sin girar a la velocidad terrestre? ¿Qué es la vida sino aprender? La evolución es el mejor método de supervivencia.

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